La estrategia corporativa, como clave de la lucha competitiva de una compañía, puede parecer un preciado tesoro, un tesoro que se debe ocultar a los competidores para evitar que éstos reaccionen y contrarresten nuestros planteamientos. Y para evitar el conocimiento por parte de los competidores, y ya puestos a ocultar, se oculta a los propios empleados.
Sin embargo, ese ocultismo de la estrategia tiene algunas contrapartidas.
Una de ellas sería que la estrategia no llegue a calar en la organización, no sea percibida como propia por los empleados, no genere adhesiones y no se convierta en acción.
Otra sería el convertirla en el patrimonio de unos pocos directivos, sin beneficiarse de la riqueza de ideas y aportaciones de toda la plantilla.
Además, ambos factores se refuerzan mutuamente. La adhesión genera participación y la participación genera adhesión. Y ambas se disparan por la comunicación y recogen frutos en forma de innovación y compromiso.
Quizá por eso, ya desde hace muchos años, existen directivos que mantienen una actitud abierta, haciendo participar de la estrategia a los empleados. En concreto, en su libro ‘El manual del estratega‘, Rafael Martínez Alonso nos recuerda una frase de Konosuke Matsushita quien, ya en 1956 consideraba que:
«el riesgo de ser anticipado por los rivales era menor que el de que sus empleados carecieran de sueños»
Tener ideas, imaginar un futuro mejor, soñar en definitiva, pueden aportar un valor diferencial a la compañia en forma de ideas, innovación, compromiso y ejecución.
La visión compartida, las aspiraciones compartidas, los sueños, alcanzarían así un valor estratégico. Intangible, pero indudable… y estratégico.