Hace ya bastantes años, cuando realizaba el primer curso de mis estudios de ingeniería, una asignatura me cautivó: el álgebra lineal. Puede parecer sorprendente. El álgebra no parece ser una materia con ‘glamour’, pero a mi me conquistó la elegancia de sus formulaciones, la claridad de sus reglas, sus aplicaciones a veces sorprendentes.
Empezamos por las reglas de composición interna y externa y las estructuras algebráicas, jugamos con matrices y determinantes y luego nos introducíamos en el espacio euclídeo y las aplicaciones a la geometría. Era como un juego, pero de un enorme rigor. Con las reglas de ese juego clarísimas.Todo me parecía casi mágico pero, especialmente la parte final, la que tenía que ver con geometría, me parecía especialmente bella.
Llegué a plantearme incluso, el volver al álgebra como una dedicación más profesional, cuando acabase todos mis cursos y asignaturas y tuviera mi flamante título de ingeniero.
No fue así. A medida que descubrí otras materias y áreas de conocimiento, mis intereses derivaron hacia otros derroteros. Pero siempre me quedó ese buen sabor, esa cierta admiración y cariño hacia el álgebra línea.
Hace poco, leyendo el libro ‘Learning virtual reality‘ de Tony Parisi me reencontré brevemente con ella. En la primera parte del libro, que se centra algo más en los fundamentos y menos en el desarrollo del software, el autor proporciona unas pinceladas sobre los conceptos y algoritmos subyacentes. Y todo lo que tiene que ver con desplazamientos y rotaciones de los objetos en una escena se realiza con matrices, las denominadas matrices de transformación, según las reglas de esa geometría y ese álgebra que tuve ocasión de degustar hace ya muchos años durante mis estudios universitarios.
Fue un reencuentro breve, pero dulce: una de las áreas tecnológicas más espectaculares hoy en día, la realidad virtual, con una de las disciplinas más clásicas y hermosas de la ciencia y que tanto disfruté en mi juventud: el álgebra lineal.
Una bonita y afortunada conjunción.
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