En el mundo de la robótica es bien conocido el fenómeno del valle inquietante o ‘uncanny valley‘, una hipótesis propuesta por el profesor de robótica Masahiro Mori y, en realidad, nunca completamente confirmada, incluso discutida por algunos autores, pero que ha gozado de amplio predicamento y difusión.
El valle inquietante recoge la reacción emocional de las personas ante un objeto, digamos que un muñeco o un robot, en función del parecido de ese robot con una persona sana.
Lo que la hipótesis del valle inquietante aplicada a robots viene a decir es que, a medida que un robot se va pareciendo más a una persona, aumenta la aceptación del mismo por los humanos. Pero esa tendencia positiva se rompe bruscamente cuando el robot ya se parece mucho a un humano sano pero todavía no es claramente igual. Existe, según la hipótesis, una zona relativamente estrecha de similitud con los humanos en que, no sólo no aumenta la aceptación sino que se produce un rechazo claro. Y la aceptación sólo vuelve a aumentar, y lo hace fuertemente, si el robot se parece muchísimo al humano sano hasta ser casi indistinguible.
Alguna posibilidad explicativa de ese valle inquietante que he tenido oportunidad de escuchar es que podría ser una reacción ante una figura que por parecerse mucho a un humano, pero no del todo, nos puede instintivamente recordar a una persona enferma, a un cadáver e incluso a un zombi.
El valle inquietante es sólo una hipótesis, no claramente confirmada empíricamente y discutida por algunos científicos y roboticistas. Aparte de la falta evidencia empírica, se le achacan cosas como que lo que marca la aceptación o rechazo no es sólo el aspecto sino un conjunto complejo de elementos que incluyen también, por ejemplo, el comportamiento. También hay quien piensa que ese rechazo puede ser sólo inicial y que rápidamente nos acostumbraríamos a ese robot con solo mantener el contacto.
Cuando he leído sobre el valle inquietante, es cierto que en general parece que el factor desencadenante de la aceptación o rechazo es en esencia el aspecto visual. Sin embargo, quisiera relatar una experiencia personal, probablemente poco relevante, pero que para mi fue llamativa.
Hace pocos días tuve ocasión de visitar un centro en que estaban trabajando y desarrollando software para varios robots, robots sociales por más señas.
La mayoría tenían el aspecto que podemos esperar de un robot social: una apariencia más o menos humanoide, pero claramente diferenciada como máquina y, en algún caso, podría ser discutible lo de humanoide porque sólo tenía trazas ligeras de esa ‘humanidad’. Unos robots construidos, como es habitual, con metal, plástico y materiales parecidos.
Pero había un robot diferente: un robot con apariencia claramente humana, algo así como un maniquí pero dotada de voz y con una cierta dosis de expresión facial (algo así como una versión algo menos sofisticada del famosísimo robot Sophia). En cuanto a aspecto, diría que se movía en una zona cercana al valle inquietante, probablemente sin alcanzarlo del todo.
Pero lo que me llamó más la atención no fue el aspecto, sino el tacto. Desde hace tiempo tenía yo curiosidad por conocer el tacto que tienen esos robots que en cierta medida imitan la piel y musculatura humanas. Quería saber la sensación que produce y hasta qué punto se parece a tocar a una persona.
Así que tomé la mano del robot.
Y la sensación era extraña, bastante extraña. El tacto era suave y próximo a la carne y piel humanas e incluso podría decir que era casi cálido… pero sin duda tampoco era igual que un ser humano. Había un algo diferente y se notaba la ausencia de huesos lo que le confería una extraña blandura a lo cual se unía que era una mano inerte (no sé si porque este modelo de robot no es capaz de mover las manos y sus dedos o porque en ese momento no lo hizo como respuesta a mi acción de tomar su mano). En fin, como digo, una sensación extraña. No exactamente desagradable, pero sí extraña.
Unas horas más tarde se me ocurrió pensar que, quizá, sólo quizá, lo que había yo experimentado al tocar la mano de ese robot humanoide era una suerte de versión atenuada de valle inquietante, pero un valle inquietante que, en esta ocasión no tenía que ver con el aspecto, sino con el tacto.